viernes, 18 de enero de 2013

Cazador cazado


Existía un rey, de esto ya hace algunos años, que gustaba de los placeres cinegéticos. Gorbón, que así se llamaba el monarca, presumía de haber dado muerte a las más dispares bestias que en su camino se hubiesen cruzado. La destreza en el manejo de las armas le había granjeado el respeto de todos sus súbditos y nadie en el reino dudaba de su coraje y valentía. Las gestas del monarca sobrepasaban las fronteras de su reino. No había lugar dentro del mundo conocido al que no hubiesen llegado las crónicas de Gorbón, el Cazador.

Suele pasar que la codicia se asoma con frecuencia a la persona, pues es de naturaleza humana anhelar aquello que todavía no se tiene. Sin nuevos argumentos que aportar, Gorbón decidió consagrarse como el más grande entre los cazadores y ello pasaba por dar caza al gran nímice de Asentia. Una cuestión delicada, pues el nímice era considerado como sagrado y el majestuoso animal contaba con el cariño y veneración del pueblo. Esta circunstancia no amedrentaba a Gorbón, cuya obsesión por obtener tan codiciado trofeo estaba por encima de cualquier otro interés, aunque este aludiese a la propia voluntad del pueblo. A esto se unía el convencimiento del monarca de no tener que justificar sus actuaciones, él daba órdenes no las recibía. La decisión estaba tomada y se dispuso a preparar lo necesario para la cacería.

Hacía mucho tiempo que no se veía ningún nímice por los alrededores, lo que acrecentaba la valía del trofeo. Muchos pensaban que el nímice se había extinguido. Otros por el contrario consideraban que la hermosa bestia se había puesto a salvo de la acción humana y había buscado refugio en las inmediaciones del Monte, al amparo de los dioses. Pero todo ello no dejaba de ser elucubraciones y lo único cierto es que no se veía un nímice desde hacía décadas. Pero nada de todo esto importaba a Gorbón, estaba decidido a dar muerte a un nímice y lo haría al coste que fuese.

Preparó la comitiva que habría de acompañarle en la ardua tarea y sin más demora de la estrictamente necesaria salió en busca del nímice. Batieron durante catorce jornadas todos los montes cercanos sin éxito alguno. Buscaron en los lugares más recónditos. Parajes donde hombre alguno hubiese puesto el pie hasta entonces, pero del nímice ni rastro. La moral de los acólitos de Gorbón comenzaba a flaquear. Sin embargo, cada vez más obstinado en conseguir su ansiado trofeo, Gorbón no dio pie a comentario alguno relacionado con abandonar la batida o que referenciara la sacralidad del nímice y el posible castigo divino. Sabía que cuanto más costosa fuese la empresa, mayores honores habrían de rendírsele.

Otro día más se presentaba por el horizonte. Los hombres de Gorbón se preparaban con los primeros rayos de sol para otra dura jornada. Cuando levantaban el campamento para continuar la batida, quiso la providencia que uno de los rastreadores de Gorbón divisara de forma casual el ansiado nímice. El monarca poseído por un impulso irrefrenable cogió las armas con una destreza propia de un gran montero, saltó sobre su caballo y salió al encuentro del animal sin dar tiempo a que el resto de la comitiva reaccionara. Gorbón no necesitaba a nadie para abatir a la bestia. No quería permitir bajo ningún concepto que el animal se le escapara por tener que esperar al resto de sus hombres. Además tampoco tenía ningún interés en repartirse la gloria con los demás.

Cuando el nímice se percató de la presencia del fiero jinete se dio a la fuga comenzando una larga persecución. Con un galope elegante pero insuficiente, el nímice fue perdiendo poco a poco terreno. Ni los bruscos quiebros, ni los fuertes cambios de ritmo evitaron que Gorbón fuera acorralando al cansado animal. Producto de este cansancio el nímice precipitó su captura adentrándose en un paso sin salida. Gorbón al observar la imposibilidad de escapatoria de su presa se acercó a ella lentamente hasta colocarse a unos pocos pasos. Durante un instante ambos fijaron las miradas en el oponente, pero eran miradas bien distintas. En la del nímice se leía el terror del aquel que sabe que va a morir. En Gorbón se vislumbraba una mirada orgullosa y despiadada, la mirada del vencedor del que va a obtener la preciada recompensa.

Alzó la lanza sobre su hombro con temple y serenidad. El nímice vigilaba inquieto todo movimiento de su ejecutor esperando que se presentara la posibilidad de salvación. Cuando Gorbón iba a asestarle el golpe mortal el nímice amagó con huir asustando al caballo, que respondió con un movimiento brusco precipitando a Gorbón al suelo. Un segundo amago de la presa provocó la estampida del corcel. La ocasión también fue aprovechada por el nímice para ponerse a salvo, encontrándose en su camino al postrado Gorbón al que pisó fracturándole la cadera. Allí quedó el monarca herido e indefenso, sin nadie que le prestara auxilio y maldiciendo a la sagrada bestia.

Al anochecer los lobos se percataron de la presencia del maltrecho monarca y acechándole durante un breve periodo de tiempo, como si estuvieran estudiando cuál iba a ser la capacidad de resistencia de la víctima, se abalanzaron sobre él dispuestos a no pasar esa noche en ayunas. Paradojas que depara la vida así terminó el temible cazador, en la barriga de los lobos, una de las fieras cuya cabeza decoraba su sala de trofeos.

No se sabe a ciencia cierta si el trágico final de Gorbón fue por la fatalidad de tentar a los dioses queriendo dar caza a uno de sus animales protegidos o simplemente actuó la mala providencia o quizás lo segundo y lo primero tuvieran conexión. Lo único seguro es que terminó siendo el cazador cazado que sin gloria ni moneda se fue a ver a Caronte.

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