viernes, 25 de enero de 2013

El eclipse en el imperio donde nunca se ponía el sol

           Se decía que en el imperio de español, en tiempos de Felipe II, nunca se ponía el sol. Fuese cual fuese la posición del astro siempre iluminaba una porción de tierra perteneciente a la Corona de española; era temida y respetada por el mundo entero. Pero fue, curiosamente, un pequeño y hasta ese momento, intrascendente territorio perteneciente a la propia Corona, el que consiguió que los sólidos pilares sobre los que descansaba el poderío español comenzarán a temblar. Al igual que Stalingrado lo había sido para los ejércitos alemanes, los Países Bajos, en sentido amplio, fue el cementerio del ejército español.
Los países Bajos pertenecían al ducado de Borgoña y formaba parte de la vasta herencia que Carlos I recibía de su padre, Felipe I el Hermoso. Al contrario que su hijo Felipe, Carlos I siempre tuvo un gran apego por Flandes. Había nacido en Gante y pasó en aquellas tierras su infancia y juventud. En el año 1548 todavía se refería a los países bajos como su patria. Llevó, en la medida de lo posible, una política tolerante y respetuosa con las 17 provincias que formaban los Países Bajos y había otorgado importantes puestos de gobierno a personalidades flamencas. A pesar del conflicto religioso surgido entre el protestantismo, que había se había arraigado con fuerza en las provincias del norte, y el cristianismo, del que era profundamente defensor Carlos I, las relaciones entre los Países Bajos y la Corona de España se podían considerar como relativamente armoniosas.
La llegada al trono de Felipe II supuso un cambio radical en la política frente a los Países Bajos. Felipe había nacido y se había criado en España, por lo que nunca sintió ni el vínculo de afecto y ni el respeto que movían a su progenitor. Esta consideración se sumaba a la propia concepción del poder que tenía el monarca español, centrado en el autoritarismo y a su acérrima defensa de la religión católica, cuestiones que se enfrentaban drásticamente con el pensamiento de la población flamenca y que al final resultaron ser insalvables.
Felipe II tenía una idea muy concebida de cuál debía ser la base de su gobierno y estaba muy presente en su mente no hacer excepciones con nadie. Esta gestión política era vista desde los Países Bajos como una amenaza a la libertad. Los flamencos no llegaban a entender cómo un monarca, que gobernaba desde un lugar remoto, pudiera atentar tan flagrantemente contra su autonomía y libertad de culto. Los actos de protesta frente a la política de Felipe II eran frecuentes, hasta que en el año 1566 los protestantes deciden alzarse contra el poder español, en una acción que buscaba más el ser escuchados que la propia secesión de la Corona de España. Reivindicaban una mayor autonomía y la supresión de la Inquisición. El descomunal abismo que separaba la perspectiva flamenca, de tendencia burguesa, tolerante y moderna, con el enfoque hierático, tradicional, estamental y, por qué no decirlo, profundamente medieval, que caracterizaba a España, se hacía patente en la dificultad que encontraban las dos partes a la hora dialogar y llegar al entendimiento. Dos concepciones muy distintas de entender el mundo, abocadas al enfrentamiento. Ante la situación que se planteaba en 1566, Felipe II optó por desoír al duque de Éboli, partidario del diálogo con los Países Bajos, para dar luz verde a la rigorosa política de represalia propuesta por el duque de Alba. Comenzaba así uno de los capítulos más trágicos de la historia de España. El enfrentamiento con los Países Bajos no solo significó un esfuerzo económico y humano para el que la Corona española, aun siendo la potencia hegemónica del momento, no estaba preparada para afrontar. Más allá de eso, fue uno de los factores determinantes que, junto con la escasa evolución industrial y la excesiva dependencia de un oro que cada vez llegaba con más dificultad de las tierras americanas, amén de otras cuestiones, propiciaron el trágico hundimiento de España en el siglo XVII.
Nombrado gobernador de los Países Bajos, el duque de Alba movilizó las tropas acantonadas en Italia y 7.800 hombres fueron trasladados a Bruselas en 1567 para asegurar el orden. El régimen impuesto por el nuevo gobernador seguía una línea dura, cuyos mecanismos de actuación eran la represión y el sometimiento. Se instituyó el Consejo de los Disturbios, rebautizado popularmente como el Tribunal de la Sangre, en honor a sus hazañas. Más de 8.000 hombres fueron represaliados, entre ellos notables flamencos que incluso eran católicos y leales a Felipe II, como el conde de Horn o el conde de Egmont, este último fue además amigo del propio duque de Alba. El único delito que habían cometido ambos magnates fue el de transmitir al monarca su malestar por la intolerancia religiosa y la falta de libertades. No existía el perdón para el que se opusiera a voluntad regia. Siguiendo la línea de actuación que el duque de Alba se había marcado, se confiscaron los bienes de aquellos que emigraron para salvar sus vidas, en torno a unos 100.000, y se alojó a las tropas españolas en domicilios particulares, alimentando el malestar popular. Desde Madrid se había dejado clara cuál iba a ser la política a seguir; sometimiento o destrucción. Resulta anecdótico que, unos 500 años después del conflicto, en Holanda y Bélgica, a los niños que no se comportan como es debido todavía se les amenace con el retorno del duque de Alba, en lugar de ser llevados por el hombre del saco. 
Por cinco años se mantuvo el sistema despótico. Hasta que el 1 de abril de 1572, Guillermo de la Marck se apodera del puerto de Brielle. Esta pauta marcó el comienzo de la rebelión calvinista en la provincia de Holanda, a la que inmediatamente se unió la provincia de Zelanda, seguidas por el resto de las provincias del norte. Ante la incapacidad del duque de Alba de sofocar la revuelta, fue sustituido 1573 por Felipe II. Ante la gravedad de la situación optó por una opción más dialogante y nombró como gobernador a Luis de Requesens y Zúñiga, uno de los héroes de Lepanto. Los intentos de pacificar el territorio, por parte del nuevo gobernador, fueron en vano y en 1576 le sobrevino la muerte sin haber cumplido con su misión.
La política de represión y sometimiento mantenida en los Países Bajos había agotado los recursos económicos de la Corona española. A esto se debía sumar el gasto derivado de otros conflictos, la creciente disminución del oro llegado de América, que quedaba en buena parte en manos de los corsarios, y la mentalidad retrógrada de la sociedad española, que limitaba escandalosamente la capacidad de generar industria y riqueza. La suma de estos factores provocó en 1575 la bancarrota de la hacienda. La política hegemónica había sangrado sobremanera a la Corona, pero en ningún momento se planteó la posibilidad de renunciar a alguno de los objetivos territoriales.
El periodo transcurrido entre la muerte de Luis de Requesens y la llegada de su sucesor, Juan de Austria, se van a producir una serie de sucesos que marcarán definitivamente el futuro de los Países Bajos y su relación con España. Aprovechando la inestabilidad reinante, con la ausencia de gobernador y el amotinamiento de las tropas españolas, que llevaban desde la bancarrota sin cobrar la soldada, los rebeldes se propusieron tomar la ciudad de Amberes, la más próspera de los Países Bajos. Pero en contra de lo que esperaban los rebeldes, las tropas españolas acudieron al auxilio de la ciudad, poniendo en fuga, el 3 de octubre de 1576, a los rebeldes. Los soldados decidieron cobrarse por si mismos los honorarios que se les debía y procedieron, durante los 3 días siguientes, al saqueo de la ciudad, que se llevó a cabo con extrema violencia, contándose las víctimas por millares y concediéndole a tal acto el nombre de Furia Española. El ensañamiento con una ciudad leal provocó una gran consternación entre la población flamenca. El 8 de noviembre se reunieron los Estados Generales, asamblea en la que estaban representados los tres estamentos de las 17 provincias, dejando de lado las diferencias entre las provincias del sur, leales a España y católicas, y las del norte, rebeldes y protestantes, con la intención de ponerse de acuerdo sobre el futuro de los Países Bajos. En la asamblea se alcanzaron a una serie de compromisos, que pasarían a la posteridad bajo el nombre de la Pacificación de Gante. Entre los compromisos se exigía a España la retirada de las tropas, concesión de poder legislativo para los Estados Generales, amnistía para los rebeldes, confirmación de los privilegios de Iglesia y nobleza y nombramiento de Guillermo de Orange como jefe del Gobierno y en paridad de condiciones con el representante designado por la Corona. El nuevo gobernador, Juan de Austria, otro héroe de Lepanto, se vio obligado en 1577 a aceptar las condiciones.
  En 1578 la discordia vuelve a hacer acto de presencia. Los Estados Generales redactaron un documento en el que se establecía las bases para la normalización religiosa. Dicho documento establecía la libertad individual de conciencia, el ejercicio privado del culto y donde hubiese más de cien familias, también se concedía públicamente esa potestad. Como reacción al documento se produce la ruptura de los Estados Generales con el gobernador, Juan de Austria, que moriría ese mismo año. Esta ruptura también se materializó entre los estados del norte, que formarían la Unión de Utrech y los del sur, que se constituirían en la Unión de Arras. Estas demarcaciones serán la base territorial de los actuales estados de Holanda y Bélgica. En el año 1581 la Unión de Utrech declara formalmente depuesto a Felipe II. El nuevo gobernador, Alejandro de Farnesio, consigue retener bajo la Corona los territorios del sur. Las provincias del norte jamás volverían a formar parte de los territorios españoles, aun a pesar de que la Corona nunca renunciaría a recuperarlos.
La nueva nación independiente, Holanda, se convertirá en una pesada losa, que poco a poco irá aplastando al reino de español. Participaron, siempre que fue posible, en las hostilidades que se llevaron a cabo contra España; por citar un ejemplo: fueron determinantes en el desastre de la Armada Invencible, bloqueando los puertos y evitando el refugio y abastecimiento de las naves españolas.
La guerra sobrevivió a Felipe II que murió en 1598 y la tregua no llegaría hasta el año 1609. Décadas después volverían a reiniciarse las hostilidades en la llamada Guerra de los Treinta Años, donde España perderá definitivamente su condición de potencia hegemónica. Para aquellos que estén interesados pueden leer el final de la historia en este enlace:
Paradójicamente lo que asfixiaba económicamente a España, su enfrentamiento con los Países Bajos, a estos últimos les estaba suponiendo cuantiosos réditos. La guerra incentivó espectacularmente el comercio, sobre todo de ultramar, y la construcción de naves, llegando a poseer una flota compuesta por 11.000 barcos y 160.000 marinos. Décadas después el resto de potencias, sobre todo el Reino Unido, se encargarían de anular este poderío. Pero esa es otra historia…

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