Insisto
una y otra vez. El asunto culinario me embelesa sobremanera. En cierto modo,
esta atracción fatal se debe al desconocimiento y, ante todo, a la perplejidad
con la que contemplo cada hallazgo gastronómico. Y tengo que reiterar mi idea
de entender lo gastronómico como aspecto cultural de lo alimenticio o
alimentario en el sentido del aprovisionamiento de la energía necesaria por
parte de los individuos para poder desempeñar sus tareas básicas. La
gastronomía es tan sumamente cultural que hemos hecho de la alimentación algo
tan humano que consumimos energía de manera desordenada y desorbitada, como si
no hubiese un mañana. El resultado ha sido una sociedad obesa y mórbida, donde
se prima el consumo de suculentas grasas y las cenas opíparas donde priman
salsas, carnes muy hechas y pringosas fritangas, por encima de sanas grasas
vegetales y productos saludables que no incrementen nuestra ya de por sí
desmesurada talla.
No voy a insistir, de nuevo, en las inquietantes dudas que me surgen cuando me planteo quién fue el primer infeliz que tuvo que comer marisco y demás faunas marinas. Ahora me parece más acuciante un nuevo interrogante que me ha surgido en las últimas semanas. No se trata de saber quién fue el primero que se comió un filete bien hecho; más bien la cuestión fundamental reside en saber cómo se hizo ese primer filete. De nuevo, la ciencia prehistórica y antropológica debe arrojar algo de luz sobre una de sus más temibles zonas de oscuridad y desconocimiento.
Si nos preguntásemos qué es el fuego pocos podríamos ofrecer una respuesta de cierto rigor científico. Según mis escasos conocimientos, podría decir que es uno de los manidos elementos que componenla naturaleza. Pero
me parece una respuesta tan vacía, tan superflua y ridícula, que me he visto
obligado a consultar Wikipedia,
por eso de ofrecer un texto objetivo y documentado, para tratar de aportar algo
más de conocimiento sobre qué es el fuego. La primera línea nos indica “Se llama fuego a la reacción química de
oxidación violenta de una materia combustible…”. Creo que fue a partir de
reacción química que en un complejo birlibirloque todo lo que leía se traducía
simultáneamente en mi cerebro en un “blablablablablabla…”
debido a mi dificultad para comprender cuestiones de cierto calado y enjundia.
Por lo tanto, decidí desistir en mi empeño de comprender los vericuetos del
fuego para centrarme en el asunto central de la cuestión: ¿En qué momento, por
qué y cómo a alguien se le ocurrió pasar un filete, un trozo de carne, por la
brasa? Es decir, cuándo surgió esa cuestión que todavía impera hoy por la que
podemos elegir entre la carne poco hecho (cruda), hecha (normal) o muy hecha
(cremada).
La razón última parece ser más que evidente. Sin embargo, cómo todos podríamos suponer, no se trata de evitar el dulce sabor de la sangre resbalando por la comisura de nuestros labios. Al parecer, hay personas que prefieren la primitividad de la carne poco hecha, incluso algo cruda por dentro, sangrante y rojiza. Los científicos, he aquí la razón biológica primaria, insisten en que la carne cocinada resulta de una digestión mucho más sencilla para el aparato digestivo humano. Es decir, el fuego nos facilitaría la digestión de la carne, fundamental en nuestra dieta. Incluso, el fuego facilitaría la conservación durante más tiempo de los alimentos, ya sea cocidos o ahumados.
Ahora bien, sigo sin encontrar en la literatura especializada a mi principal duda: ¿cómo pudo el hombre y/o la mujer descubrir el uso gastronómico del fuego? Por el momento, y atendiendo a mi fe infinita en la casualidad como principal motor del desarrollo evolutivo social y cultural de la especie humana, considero como principal teoría la caída fortuita de carne entre los ardientes abrazos de las llamas de un fuego en un campamento de un Homo heidelbergensis en Europa hace unos cuatrocientos mil años. Al rescatar el trozo en cuestión entre los rescoldos aún calientes de la hoguera, aquel intrépido individuo decidiría no desaprovechar aquella carne chamuscada, descubriendo, al fin, que el filete muy hecho tenía un sabor más suculento y le permitía disfrutar de unas digestiones menos pesadas. La evolución, de nuevo, habría obrado caprichosamente.
No voy a insistir, de nuevo, en las inquietantes dudas que me surgen cuando me planteo quién fue el primer infeliz que tuvo que comer marisco y demás faunas marinas. Ahora me parece más acuciante un nuevo interrogante que me ha surgido en las últimas semanas. No se trata de saber quién fue el primero que se comió un filete bien hecho; más bien la cuestión fundamental reside en saber cómo se hizo ese primer filete. De nuevo, la ciencia prehistórica y antropológica debe arrojar algo de luz sobre una de sus más temibles zonas de oscuridad y desconocimiento.
Si nos preguntásemos qué es el fuego pocos podríamos ofrecer una respuesta de cierto rigor científico. Según mis escasos conocimientos, podría decir que es uno de los manidos elementos que componen
La razón última parece ser más que evidente. Sin embargo, cómo todos podríamos suponer, no se trata de evitar el dulce sabor de la sangre resbalando por la comisura de nuestros labios. Al parecer, hay personas que prefieren la primitividad de la carne poco hecha, incluso algo cruda por dentro, sangrante y rojiza. Los científicos, he aquí la razón biológica primaria, insisten en que la carne cocinada resulta de una digestión mucho más sencilla para el aparato digestivo humano. Es decir, el fuego nos facilitaría la digestión de la carne, fundamental en nuestra dieta. Incluso, el fuego facilitaría la conservación durante más tiempo de los alimentos, ya sea cocidos o ahumados.
Ahora bien, sigo sin encontrar en la literatura especializada a mi principal duda: ¿cómo pudo el hombre y/o la mujer descubrir el uso gastronómico del fuego? Por el momento, y atendiendo a mi fe infinita en la casualidad como principal motor del desarrollo evolutivo social y cultural de la especie humana, considero como principal teoría la caída fortuita de carne entre los ardientes abrazos de las llamas de un fuego en un campamento de un Homo heidelbergensis en Europa hace unos cuatrocientos mil años. Al rescatar el trozo en cuestión entre los rescoldos aún calientes de la hoguera, aquel intrépido individuo decidiría no desaprovechar aquella carne chamuscada, descubriendo, al fin, que el filete muy hecho tenía un sabor más suculento y le permitía disfrutar de unas digestiones menos pesadas. La evolución, de nuevo, habría obrado caprichosamente.
Luis
Pérez Armiño
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