viernes, 11 de enero de 2013

El profeta de Satropa


Cuando llegó a la ciudad aquel viejo extraño se dirigió directamente al ágora. Había recorrido un gran trayecto con el único objetivo de transmitir el comunicado. Esa era la misión que se la había encomendado y tenía el deber moral de propagar a los cuatro vientos el mensaje.  Con relativa calma reclamó la atención de los asistentes y así les habló:

-A vosotros os digo bienhechores que no existe tal tarea, que vuestra locuacidad, vuestro pensamiento, no hace sino que enmarañar la realidad ¿Vosotros os intituláis reyes de la verdad? Pues decid a éste pobre necio qué es verdad, si ningún ser humano comparte destino ¿Por qué esputáis vanas palabras y nos enloquecéis con vuestra farsa de mal actor? Sabed que yo también presumo de bienhechor y jamás arrojé hálito venenoso-.

La extraña presencia de aquel hombrecillo, unido a la inusual forma de expresarse, captó la atención de los presentes. Curiosos se agolpaban en torno a él esperando oír la sarta de sandeces que el viejo predicaba con una tremenda convicción.

-¿Decidme por qué citáis a falsos ídolos y arrastráis a inocentes a vuestro propio cadalso?- continuó el viejo ante un atónito auditorio- ¿Por qué me habláis de patíbulos?, si veo como vuestras cabezas reposan en ellos ¿Quién os habló del bien? Os diré que presumís de perfección en la oscuridad y predicáis ignorancia en la sabiduría. Pues tan pequeño es ese saber que cabe en mi mano y vuestra bondad insulta la justicia y la verdad. No sois dignos de la palabra, pues allí donde predicáis vuestros sucios sueños queda envenenado el lenguaje.

            Un socarrón murmullo asistía a los presentes. Atónitos no daban crédito a aquellas palabras, que muchos no llegaban a comprender, pero intuían en ellas una enfermiza locura que se había apoderado de aquel pobre diablo. Pero el viejo, impasible, les volvió a reclamar la atención.

-¡Escuchad!, no hay quien eche una mano a quien no se la quiere dejar echar y sabedores de esta circunstancia os amparáis detrás de la debilidad ¡Decidme!, ¿qué razón hay para perturbar incesantemente mi morada? ¡No alarméis mi tranquilidad!, pues fuerte soy por no creer en lo que con maldad predicáis. Mas el odio que os procesáis a vosotros mismos no justifica el macabro fin y no podéis reclamar ser aceptados sin aceptar. Aprended de vosotros mismos, escuchad a vuestros compañeros y os daréis cuenta de lo que os digo. Vuestra arrogancia solo da orejas para una boca. Bien hacéis en no escuchar sino os agrada, pues por la misma razón no os escucho yo. Así pues, no me obliguéis a prestar oídos, pues por amor se puede matar-.

Dicho esto abandonó la stoa entre un estallido de carcajadas y gritos de – ¡majadero, majadero! -, y, – ¡otra, otra! - Pero el hilarante público con esto se hubo de conformar. El viejo se fue y no regresó jamás.

            En ocasiones resulta difícil comprender lo que no tenemos como propio y es algo normal que el miedo se apodere de uno ante lo desconocido. Actuamos con mecanismos de defensa ante aquello que nos es extraño, en lugar de intentar comprenderlo. Aliviamos nuestra ignorancia encontrando la locura en el ajeno. No siempre aquello que consideramos locura atiende a la naturaleza del vocablo. Al contrario, la sensatez y la coherencia llevan en ocasiones grabadas una insana demencia que impide el camino al conocimiento, a un mundo diferente, pero no por ello maligno.

 

Alcidio Folidobo, profeta de la razón

 

 

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