Cuando llegó a la ciudad aquel viejo extraño se dirigió
directamente al ágora. Había recorrido un gran trayecto con el único objetivo
de transmitir el comunicado. Esa era la misión que se la había encomendado y
tenía el deber moral de propagar a los cuatro vientos el mensaje. Con relativa calma reclamó la atención de los
asistentes y así les habló:
-A vosotros os digo bienhechores que no existe tal tarea, que
vuestra locuacidad, vuestro pensamiento, no hace sino que enmarañar la realidad
¿Vosotros os intituláis reyes de la verdad? Pues decid a éste pobre necio qué
es verdad, si ningún ser humano comparte destino ¿Por qué esputáis vanas
palabras y nos enloquecéis con vuestra farsa de mal actor? Sabed que yo también
presumo de bienhechor y jamás arrojé hálito venenoso-.
La extraña
presencia de aquel hombrecillo, unido a la inusual forma de expresarse, captó
la atención de los presentes. Curiosos se agolpaban en torno a él esperando oír
la sarta de sandeces que el viejo predicaba con una tremenda convicción.
-¿Decidme por qué citáis a falsos ídolos y arrastráis a inocentes
a vuestro propio cadalso?- continuó el viejo ante un atónito auditorio- ¿Por
qué me habláis de patíbulos?, si veo como vuestras cabezas reposan en ellos
¿Quién os habló del bien? Os diré que presumís de perfección en la oscuridad y
predicáis ignorancia en la sabiduría. Pues tan pequeño es ese saber que cabe en
mi mano y vuestra bondad insulta la justicia y la verdad. No sois dignos de la
palabra, pues allí donde predicáis vuestros sucios sueños queda envenenado el
lenguaje.
Un socarrón murmullo asistía a los
presentes. Atónitos no daban crédito a aquellas palabras, que muchos no
llegaban a comprender, pero intuían en ellas una enfermiza locura que se había
apoderado de aquel pobre diablo. Pero el viejo, impasible, les volvió a
reclamar la atención.
-¡Escuchad!, no hay quien eche una mano a quien no se la quiere
dejar echar y sabedores de esta circunstancia os amparáis detrás de la
debilidad ¡Decidme!, ¿qué razón hay para perturbar incesantemente mi morada?
¡No alarméis mi tranquilidad!, pues fuerte soy por no creer en lo que con
maldad predicáis. Mas el odio que os procesáis a vosotros mismos no justifica
el macabro fin y no podéis reclamar ser aceptados sin aceptar. Aprended de
vosotros mismos, escuchad a vuestros compañeros y os daréis cuenta de lo que os
digo. Vuestra arrogancia solo da orejas para una boca. Bien hacéis en no
escuchar sino os agrada, pues por la misma razón no os escucho yo. Así pues, no
me obliguéis a prestar oídos, pues por amor se puede matar-.
Dicho esto abandonó la stoa entre un estallido de carcajadas y
gritos de – ¡majadero, majadero! -, y, – ¡otra, otra! - Pero el hilarante
público con esto se hubo de conformar. El viejo se fue y no regresó jamás.
Alcidio Folidobo, profeta de la razón
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