Han
pasado ya once años desde la acertada decisión de poner punto final, aunque sea
transitorio, a las visitas a la cueva de Altamira. Desde entonces, los
científicos se han afanado en identificar todos los males que aquejan a las pinturas
de la cavidad, determinando su origen, sus causas y, lo que es peor, sus
consecuencias. La presencia de microorganismos se ha constatado como grave
amenaza que puede provocar un progresivo y fatal deterioro de bisontes, ciervas
y ciervos, manos, símbolos… de todo un
entramado, en definitiva, que compone una de las muestras más espectaculares de
la herencia cultural y humana que atesora España. Sin embargo, en lo que es una
constante en cuanto nos referimos a las cuestiones patrimoniales, de nuevo han
surgido intereses chocantes que defienden posturas enfrentadas de muy difícil
resolución.
El
asunto patrimonial siempre ha ocupado un segundo, por no decir tercer o cuarto,
puesto en las agendas políticas españolas. Sólo hace falta recordar como esta materia
ha sufrido un total abandono por parte del legislador si hacemos un fugaz
repaso por nuestra breve historia legislativa. Sólo en tiempos de la Segunda República
se concibe un cuerpo legal que individualice el patrimonio como objeto legal
con autonomía propia. Sin embargo, esa Ley sólo sufrió una profunda renovación
en el año 1985 cuando se decidió afrontar la ardua tarea de legislar en torno
al patrimonio histórico – artístico español con rigor jurídico positivo. Para
ello se redactó una ya obsoleta Ley 16/1985, de 25 de junio, de Patrimonio
Histórico Español, que pretendía regular esta materia de forma moderna y
científica. Entre otros grandes logros, podemos citar la articulación de un
sistema de protección del patrimonio, el reconocimiento de su diversidad y otra
serie de medidas cuyo único objetivo era la protección y enriquecimiento del
patrimonio para su disfrute, presente y futuro, por parte de los ciudadanos.
Esa
misma Ley define qué son los museos, instituciones garantes en materia de patrimonio
histórico, al entender en su artículo 59.3 que son “…las instituciones de carácter permanente que adquieren, conservan,
investigan, comunican y exhiben para fines de estudio, educación y
contemplación conjuntos y colecciones de valor histórico, artístico, científico
y técnico o de cualquier otra naturaleza cultural”. Es decir, que se
entiende del patrimonio un potencial valor útil en términos educativos, de
disfrute y contemplación cuyos responsables y gestores deben explotar en
beneficio de la comunidad; fines que se contraponen a la obligación contraída
por las administraciones relativa a su
debida conservación. Es, sin duda, asunto complejo en el que la armonización de
ambos vectores resulta sumamente compleja.
El
entonces Ministerio de Cultura creaba en 1979 el Museo Nacional y Centro de
Investigación de Altamira. Los valores contenidos en la cueva cántabra le
hacían merecedora de ser eje vertebrador de un moderno complejo museístico que
albergase un centro que pudiese ser calificado como “nacional” en vistas a
convertirse en referente y centro puntero en la investigación de asunto tan
espinoso como el del arte paleolítico. La cueva hasta entonces era visitable y
llegó a contar, en el año 1973, con más de ciento setenta mil visitantes. Es
evidente que el flujo de público era inadmisible con unos criterios coherentes
de conservación y salvaguarda del patrimonio albergado en Altamira. Esa fue la
razón que llevó al cierre al público de la cueva en 1977. Sin embargo, cinco
años después se volvieron a permitir las visitas en unos restringidos cupos que
incluían limitaciones de visitantes y de tiempo de estancia en el interior.
Esas medidas no han impedido que los científicos hayan constatado el aumento de
agentes de deterioro en las paredes de la cueva que afectan a las pinturas, lo
que ha motivado de nuevo el cierre de Altamira desde el año 2001 en nombre de
la conservación para el futuro de legado de tal magnitud.
Pero
de nuevo, el político, ignorante, inculto, ave de rapiña por excelencia, ha
decidido inmiscuirse en un asunto del que desconoce por completo su enorme
complejidad. Y haciendo oídos sordos a las advertencias de los verdaderos
expertos en la materia, han sacado las uñas y dientes de su atrevida estupidez
para forzar una apertura de la cueva (eso sí, controlada y limitada,
debidamente monitorizada), incluso a sabiendas de lo perjudicial de tal medida,
con tal de apuntarse el tanto político de una acción que defienden como loable
y beneficiosa para el turismo (y la economía) y para el ciudadano general,
deseoso de adentrarse en los insondables misterios de la caverna cántabra. El
enorme riesgo que corren las pinturas de Altamira, con sus miles de años de
antigüedad, no significa nada para los avaros políticos de turno que sólo son
capaces de entender en términos de réditos políticos y no de hongos, bacterias
y demás microorganismos tan letales para la obra maestra cántabra.
Desde
fuentes del Gobierno regional cántabro, se ha afirmado que los políticos que
han de decidir en última instancia la apertura o no de la cueva, emitirán su
juicio estrictamente de acuerdo al veredicto científico previo, facultativo
pero no vinculante. Pero son políticos y los políticos son como son por
desgracia. Si toman ellos la decisión, mejor que nos apresuremos para visitar
Altamira cuanto antes, porque podemos dar por perdida a la “Capilla Sixtina
del Arte Paleolítico”.
Luis
Pérez Armiño
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