sábado, 11 de agosto de 2012

Algo de luz en la cueva


Han pasado ya once años desde la acertada decisión de poner punto final, aunque sea transitorio, a las visitas a la cueva de Altamira. Desde entonces, los científicos se han afanado en identificar todos los males que aquejan a las pinturas de la cavidad, determinando su origen, sus causas y, lo que es peor, sus consecuencias. La presencia de microorganismos se ha constatado como grave amenaza que puede provocar un progresivo y fatal deterioro de bisontes, ciervas y ciervos, manos, símbolos…  de todo un entramado, en definitiva, que compone una de las muestras más espectaculares de la herencia cultural y humana que atesora España. Sin embargo, en lo que es una constante en cuanto nos referimos a las cuestiones patrimoniales, de nuevo han surgido intereses chocantes que defienden posturas enfrentadas de muy difícil resolución.

El asunto patrimonial siempre ha ocupado un segundo, por no decir tercer o cuarto, puesto en las agendas políticas españolas. Sólo hace falta recordar como esta materia ha sufrido un total abandono por parte del legislador si hacemos un fugaz repaso por nuestra breve historia legislativa. Sólo en tiempos de la Segunda República se concibe un cuerpo legal que individualice el patrimonio como objeto legal con autonomía propia. Sin embargo, esa Ley sólo sufrió una profunda renovación en el año 1985 cuando se decidió afrontar la ardua tarea de legislar en torno al patrimonio histórico – artístico español con rigor jurídico positivo. Para ello se redactó una ya obsoleta Ley 16/1985, de 25 de junio, de Patrimonio Histórico Español, que pretendía regular esta materia de forma moderna y científica. Entre otros grandes logros, podemos citar la articulación de un sistema de protección del patrimonio, el reconocimiento de su diversidad y otra serie de medidas cuyo único objetivo era la protección y enriquecimiento del patrimonio para su disfrute, presente y futuro, por parte de los ciudadanos.

Esa misma Ley define qué son los museos, instituciones garantes en materia de patrimonio histórico, al entender en su artículo 59.3 que son “…las instituciones de carácter permanente que adquieren, conservan, investigan, comunican y exhiben para fines de estudio, educación y contemplación conjuntos y colecciones de valor histórico, artístico, científico y técnico o de cualquier otra naturaleza cultural”. Es decir, que se entiende del patrimonio un potencial valor útil en términos educativos, de disfrute y contemplación cuyos responsables y gestores deben explotar en beneficio de la comunidad; fines que se contraponen a la obligación contraída por las administraciones relativa a  su debida conservación. Es, sin duda, asunto complejo en el que la armonización de ambos vectores resulta sumamente compleja.

El entonces Ministerio de Cultura creaba en 1979 el Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira. Los valores contenidos en la cueva cántabra le hacían merecedora de ser eje vertebrador de un moderno complejo museístico que albergase un centro que pudiese ser calificado como “nacional” en vistas a convertirse en referente y centro puntero en la investigación de asunto tan espinoso como el del arte paleolítico. La cueva hasta entonces era visitable y llegó a contar, en el año 1973, con más de ciento setenta mil visitantes. Es evidente que el flujo de público era inadmisible con unos criterios coherentes de conservación y salvaguarda del patrimonio albergado en Altamira. Esa fue la razón que llevó al cierre al público de la cueva en 1977. Sin embargo, cinco años después se volvieron a permitir las visitas en unos restringidos cupos que incluían limitaciones de visitantes y de tiempo de estancia en el interior. Esas medidas no han impedido que los científicos hayan constatado el aumento de agentes de deterioro en las paredes de la cueva que afectan a las pinturas, lo que ha motivado de nuevo el cierre de Altamira desde el año 2001 en nombre de la conservación para el futuro de legado de tal magnitud.

Pero de nuevo, el político, ignorante, inculto, ave de rapiña por excelencia, ha decidido inmiscuirse en un asunto del que desconoce por completo su enorme complejidad. Y haciendo oídos sordos a las advertencias de los verdaderos expertos en la materia, han sacado las uñas y dientes de su atrevida estupidez para forzar una apertura de la cueva (eso sí, controlada y limitada, debidamente monitorizada), incluso a sabiendas de lo perjudicial de tal medida, con tal de apuntarse el tanto político de una acción que defienden como loable y beneficiosa para el turismo (y la economía) y para el ciudadano general, deseoso de adentrarse en los insondables misterios de la caverna cántabra. El enorme riesgo que corren las pinturas de Altamira, con sus miles de años de antigüedad, no significa nada para los avaros políticos de turno que sólo son capaces de entender en términos de réditos políticos y no de hongos, bacterias y demás microorganismos tan letales para la obra maestra cántabra.

Desde fuentes del Gobierno regional cántabro, se ha afirmado que los políticos que han de decidir en última instancia la apertura o no de la cueva, emitirán su juicio estrictamente de acuerdo al veredicto científico previo, facultativo pero no vinculante. Pero son políticos y los políticos son como son por desgracia. Si toman ellos la decisión, mejor que nos apresuremos para visitar Altamira cuanto antes, porque podemos dar por perdida a la “Capilla Sixtina del Arte Paleolítico”.

Luis Pérez Armiño


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