lunes, 27 de agosto de 2012

La otra justicia


Paseaban tranquilamente por el bosque un niño y su abuelo. Solían hacerlo con frecuencia, pues ambos gustaban del paseo y disfrutaban de la mutua compañía. El niño provisto de esa indiscreción que proporciona la edad en la que todo se quiere saber, preguntaba incesantemente a su abuelo sobre todo aquello que le llamaba la atención. El abuelo, por su parte, se regocijaba complaciendo la inocente naturaleza curiosa del vástago.
Era uno de esos días soleados, pero sin un calor extremo, en lo que da gusto salir a disfrutar del entorno. Abuelo y muchacho hablaban y hablaban de los más diversos asuntos de la vida. En uno de esos dinámicos cambios de conversación el muchacho se interesó por el concepto del bien y del mal en el ser humano. Quería saber que motivaba a una persona a hacer el mal, cuanto tiempo podía ejercerse esa maldad y cual era el castigo. El abuelo le explicó que no podía darle respuestas exactas, pero le aseguró que el que hacía el mal tarde o temprano recibía su condena. Le habló de la diosa Temis y le dijo que ella era la encargada de administrar la justicia, de castigar a los perversos. Le explicó que en el mundo de los hombres existían actos que no se podían permitir, puesto que provocaban el dolor y la miseria en otros hombres. Aquellos que vivieran en el mal debían rendir cuentas a Temis.
Prosiguieron caminando en silencio pero el abuelo se percató que el niño había adoptado un gesto de preocupación, como si aquello que le acababa de explicar no hubiese sido de su entera satisfacción. Abordó al muchacho acerca de la cuestión que le provocaba la congoja. Él, en un principio rehuyó el interrogatorio del abuelo, pero acabó cediendo ante la insistencia del anciano. Le explicó que había un niño mayor que siempre que le veía le pegaba, le quitaba lo que tenía y le insultaba. Preguntó al abuelo sobre la razón de que Temis no castigara a aquel que le causaba dolor.
Empezaba a caer la noche y comenzaron el regreso al hogar. El muchacho miraba intermitentemente a su abuelo esperando una contestación y este resoplaba ante la dificultad del asunto. Tras un breve periodo de reflexión le dijo al muchacho que no siempre que se cometía una injusticia recibía castigo inmediato. Le explicó que no todos los malos actos causan el mismo daño y algunos no están sujetos a condena, pues estos son muchos y Temis solo puede ocuparse de los que revisten una mayor gravedad. El muchacho no quedó muy convencido con la evasiva respuesta que había recibido y contratacó preguntando a su mentor si tenía que soportar eternamente esa humillación de la que era víctima.
El  abuelo se sentó sobre el tronco de un árbol caído e invitó a su joven compañero a hacer lo propio. Una vez acomodados posó su brazo sobre el hombro del nieto como queriendo atraer toda su atención. Le miró fijamente y le preguntó si conocía a Némesis, a lo que el pequeño respondió que no. Ya le había explicado por encima que no todos los males son castigados por Temis, muchos se escapan de su voluntad. Pero quiso dejar constancia a su nieto que eso no significaba que no recibieran castigo por ese mal que habían producido. Otra diosa, de nombre Némesis, se encargaba de aplicar la sanción. Para que entendiese un poco mejor la naturaleza de esa maldad se refirió al ingrato, al perjuro, al orgulloso y al inhumano. Le recordó al ensimismado crío que todo el mal recurrente acaba recibiendo justo y riguroso castigo que recibe el nombre de justicia retributiva o venganza. La diosa Némesis, adorada por muchos y odiada por otros, se encarga de aplicarla. Consoló al muchacho en su mal y le dijo que no temiera porque tarde o temprano todos los malhechores que han escapado de Temis reciben la visita de Némesis. 

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