Paseaban
tranquilamente por el bosque un niño y su abuelo. Solían hacerlo con
frecuencia, pues ambos gustaban del paseo y disfrutaban de la mutua compañía.
El niño provisto de esa indiscreción que proporciona la edad en la que todo se
quiere saber, preguntaba incesantemente a su abuelo sobre todo aquello que le
llamaba la atención. El abuelo, por su parte, se regocijaba complaciendo la
inocente naturaleza curiosa del vástago.
Era uno de
esos días soleados, pero sin un calor extremo, en lo que da gusto salir a
disfrutar del entorno. Abuelo y muchacho hablaban y hablaban de los más
diversos asuntos de la vida. En uno de esos dinámicos cambios de conversación
el muchacho se interesó por el concepto del bien y del mal en el ser humano.
Quería saber que motivaba a una persona a hacer el mal, cuanto tiempo podía
ejercerse esa maldad y cual era el castigo. El abuelo le explicó que no podía
darle respuestas exactas, pero le aseguró que el que hacía el mal tarde o temprano
recibía su condena. Le habló de la diosa Temis y le dijo que ella era la
encargada de administrar la justicia, de castigar a los perversos. Le explicó
que en el mundo de los hombres existían actos que no se podían permitir, puesto
que provocaban el dolor y la miseria en otros hombres. Aquellos que vivieran en
el mal debían rendir cuentas a Temis.
Prosiguieron
caminando en silencio pero el abuelo se percató que el niño había adoptado un
gesto de preocupación, como si aquello que le acababa de explicar no hubiese
sido de su entera satisfacción. Abordó al muchacho acerca de la cuestión que le
provocaba la congoja. Él, en un principio rehuyó el interrogatorio del abuelo,
pero acabó cediendo ante la insistencia del anciano. Le explicó que había un
niño mayor que siempre que le veía le pegaba, le quitaba lo que tenía y le
insultaba. Preguntó al abuelo sobre la razón de que Temis no castigara a aquel
que le causaba dolor.
Empezaba a
caer la noche y comenzaron el regreso al hogar. El muchacho miraba intermitentemente
a su abuelo esperando una contestación y este resoplaba ante la dificultad del
asunto. Tras un breve periodo de reflexión le dijo al muchacho que no siempre
que se cometía una injusticia recibía castigo inmediato. Le explicó que no
todos los malos actos causan el mismo daño y algunos no están sujetos a
condena, pues estos son muchos y Temis solo puede ocuparse de los que revisten
una mayor gravedad. El muchacho no quedó muy convencido con la evasiva
respuesta que había recibido y contratacó preguntando a su mentor si tenía que
soportar eternamente esa humillación de la que era víctima.
El abuelo se sentó sobre el tronco de un árbol
caído e invitó a su joven compañero a hacer lo propio. Una vez acomodados posó
su brazo sobre el hombro del nieto como queriendo atraer toda su atención. Le
miró fijamente y le preguntó si conocía a Némesis, a lo que el pequeño
respondió que no. Ya le había explicado por encima que no todos los males son
castigados por Temis, muchos se escapan de su voluntad. Pero quiso dejar
constancia a su nieto que eso no significaba que no recibieran castigo por ese
mal que habían producido. Otra diosa, de nombre Némesis, se encargaba de
aplicar la sanción. Para que entendiese un poco mejor la naturaleza de esa
maldad se refirió al ingrato, al perjuro, al orgulloso y al inhumano. Le
recordó al ensimismado crío que todo el mal recurrente acaba recibiendo justo y
riguroso castigo que recibe el nombre de justicia retributiva o venganza. La
diosa Némesis, adorada por muchos y odiada por otros, se encarga de aplicarla.
Consoló al muchacho en su mal y le dijo que no temiera porque tarde o temprano
todos los malhechores que han escapado de Temis reciben la visita de
Némesis.
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