En
vistas al ya próximo alumbramiento en papel de El ostracismo de Caronte, habiendo tenido la oportunidad de
entrever a través de este mismo blog algunas de las notas que definirán el
lanzamiento de Andrés Calzada al ruedo editorial, creo que puedo considerarme
con suficiente derecho como para hacer algunas precisiones al hilo del asunto
tratado que me parecen sumamente de interés. El mundo de la mitología se me
antoja especialmente lejano y nunca sentí una especial predilección por todas
esas historias fantasiosas llenas de lecciones moralizantes y episodios
macabros y en exceso luctuosos. Sin embargo, la peculiar visión que ofrece El ostracismo ofrece un digno
aprovechamiento de todas aquellas historias para trazar un relato con un
argumento claro y conciso que pretende ofrecer una lección tan válida hace dos
mil años como hoy en día: en el fondo de la cuestión, la estupidez humana.
Y
en ese particular empeño de los mitógrafos por desentrañar historias fidedignas,
cuestiones morales y éticas, lecciones filosóficas y argumentos novelescos, hay
un personaje que merece toda mi atención y mi respeto por lo curioso, incluso
actual, de su historia. No es otro que la fatídica visión en torno a Hefesto,
el Vulcano latino, dios de extremada fealdad sometido al desprecio y al engaño
en todos los ciclos en que su presencia es protagonista o secundaria.
Y
es que este dios, uno de los muchos nacidos al amparo de infeliz, incestuoso y
desgraciado matrimonio entre Zeus y Hera, sufrió desde pequeños las desdichas
del infortunio. De todos es sabido que los griegos crearon todo un panteón divino,
todo un corpus mitológico en el que invistieron a los personajes principales de
todas aquellas virtudes que consideraban como las más dignas; pero también de
los defectos. De tal forma, que si las divinidades constituían modelos, no
siempre eran espejos en los que mirarse y admirarse, sino más bien todo lo
contrario: siempre trascendía un fondo de ridículo y mofa que revestía a estas
deidades de cierto aspecto cómico y burlón. El propio Hefesto era caracterizado
como cojo, feo y prácticamente deforme. De hecho, fue arrojado de la morada
divina del Olimpo. Según unas versiones, al mediar en una de las tan frecuentes
discusiones entre sus padres; según otras, arrojado por su propia madre al no
poder soportar la fealdad de uno de sus vástagos.
Lo
cierto es que acabó viviendo apartado de la residencia de los dioses, entregado
al sofocante trabajo de la fragua con la que proporcionaba armas y pertrechos a
sus hermanos. Pero su aspecto poco agraciado no impidió su triunfo entre las
mujeres obteniendo algunos de los mejores trofeos inimaginables para aquellas
mentes míticas y fantasiosas: desposó a Áglae, una de las Gracias, pero sobre
todo se le conoció por su matrimonio con la bella Afrodita,
diosa del amor y la
belleza. Al fin y al cabo, Cupido actúa ciego.
Fue
precisamente este matrimonio el que supuso mayores quebraderos para el herrero
pero, irónicamente, también mayor fama. Afrodita mantenía una relación amorosa
con Ares, el dios de la
guerra. Sin embargo, Apolo – Helios, dios chivato y
pernicioso, decidió poner sobre aviso al malogrado Hefesto. Asunto
magistralmente logrado por un artista sevillano que con tiempo adquiriría
cierto renombre. Este tendió una trampa a la pareja adúltera, sorprendiéndoles
para hacer escarnio y mofa público del engaño.
Errar
es humano, pero también divino. No contento con la humillación sufrida, con los
cuernos arrostrados por la oscuridad de su caverna, decidió hacer pública la
afrenta aireando los trapos sucios de un matrimonio incompleto y oreando ante
todos los divinos la traición de su antes amada y venerada esposa. Al lucir a
la pareja embocada, sorprendida in fraganti en actitud amorosa, Hefesto no era
consciente que lo que realmente estaba haciendo era enarbolar orgulloso la
bandera de su vergüenza e infamia. El vengador vengado, sometido a las risas
maliciosas de sus hermanos y compañeros dioses y diosas. Su ejemplar castigo se
había vuelto contra él y, quizás, tras la sorna del resto de seres divinos al
contemplar la irrisoria escena, comprendió que debería haber aceptado el engaño
y sobrellevar con cierto orgullo y divinidad aquellos cuernos sagrados.
Luis
Pérez Armiño
El ilustre Patizambo que llamaba Hesíodo. Al final Luis serás seducido por la mitología greco-romana y abandonarás los garabatos y muñegotes de la época cavernaria.
ResponderEliminar¡Que bruto soy a veces!, omitiremos lo de garabatos y muñegotes.