sábado, 18 de agosto de 2012

Eficiencia y efectividad o los conceptos extraños


Se lamentaban muchas veces los más sabios y viejos del lugar cuando exclamaban entre la resignación y el asombro aquellos versos que alababan tiempos pasados y costumbres pretéritas que recordaban tiempos en los que el hombre, como especie, fue feliz y vivía lujos y ostentaciones. En aquellos radiantes días la especie humana campaba a sus anchas por bosques, páramos y montañas, por desiertos y tundras, atento a todos los recursos que se le ofrecían en cantidad sin el más mínimo esfuerzo. Pero los pecados cometidos, especialmente aquellos que nos remitían a las ansias de poder, a la avaricia desmedida y a una soberbia más divina que terrenal, hicieron caer al hombre de aquellas praderas de ensoñación que ahora se antojaban míticos recuerdos de la infancia entrañable y dichosa. Nos obligaban a trabajar para ganar con el sudor de nuestro rostro el pan de cada día para, al final, convertirnos en el polvo del que veníamos. Triste herencia.

Dentro del nuevo vocabulario institucional establecido en las guías y glosarios de las agendas políticas neoliberales y neoconservadoras se ha instaurado con fuerza un concepto maligno y pernicioso como el de eficiencia. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, entendemos por eficiencia lo siguiente:

Capacidad de disponer de alguien o de algo para conseguir un efecto determinado

Mientras que si atendemos al concepto efectividad, en su primera acepción que es la interesante, encontramos que es:

Capacidad de lograr el efecto que se deseo o se espera

Es más que evidente la perversión de la nueva agenda financiera al sustraernos un concepto, que realmente podría considerarse adecuado y beneficioso en términos no ya sólo económicos, sino sociales, sustituyendo el que debería primar, es decir la “efectividad”, por uno más adecuado a los logros de los gobiernos cleptócratas y a los intereses plutócratas tal como la “eficiencia”. Un simple repaso a las revistas de prensa podría indicar la balanza favorable en el empleo del término eficiencia como uno de los motores que deben renovar la agotada maquinaria económica del sistema mientras que la efectividad ha sido relegada a un segundo plano. Y así, se entiende que la eficiencia obliga a disponer de “alguien” o de “algo”. Es decir, se tiene que someter a deseo y obediencia de quien ostenta la eficiencia a una persona o a una cosa para que proporcione los debidos réditos y beneficios económicos obtenidos de su explotación. Si embargo, la efectividad se basa en la capacidad propia para lograr o conseguir algo.

Hace mucho tiempo que se demostró que la efectividad era un concepto que había ganado en complejidad. De manera directamente proporcional al desarrollo cultural y social de la especie humana, la efectividad se fue convirtiendo en término laberíntico cuyo único fin no podía ser más que perecer ahogado en su propia dificultad. Así, en muchas de las llamadas sociedades cazadoras – recolectoras, aquellas consideradas como primitivas, los tiempos de producción y de ocio se gestionan con una efectividad sumamente conveniente que permite un aprovechamiento óptimo de las jornadas. Sin embargo, a medida que la efectividad fue sustituida por una eficiencia estipulada por determinados círculos de poder, el tiempo fue convertido en bien comercializable con el que se podía establecer reglas de oferta y demanda. El resultado más que obvio fue el incremento abusivo de los tiempos de producción en detrimento de los de ocio.

Es por eso, que eficiencia ha de entenderse como la enajenación de la lógica temporal que debería regir los destinos humanos en nombre de nuevos conceptos como productividad y beneficio. Sin embargo, aquellos antepasados nuestros nos enseñan que es posible la obtención de beneficios más que suficientes para unos niveles de vida aceptables siempre y cuando la avaricia o la soberbia, el ansia de poder, no hagan acto de presencia en la escena. Si es así, entonces la efectividad desaparece bajo la losa inexorable de la eficiencia en su peor versión.

Luis Pérez Armiño

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