Dentro
del nuevo vocabulario institucional establecido en las guías y glosarios de las
agendas políticas neoliberales y neoconservadoras se ha instaurado con fuerza
un concepto maligno y pernicioso como el de eficiencia.
Según el Diccionario de la
Real Academia de la Lengua, entendemos por eficiencia lo siguiente:
“Capacidad de disponer de alguien o de algo para conseguir un efecto
determinado”
Mientras
que si atendemos al concepto efectividad, en su primera acepción que es la
interesante, encontramos que es:
“Capacidad de lograr el efecto que se deseo o se espera”
Es
más que evidente la perversión de la nueva agenda financiera al sustraernos un concepto,
que realmente podría considerarse adecuado y beneficioso en términos no ya sólo
económicos, sino sociales, sustituyendo el que debería primar, es decir la “efectividad”, por uno más adecuado a los
logros de los gobiernos cleptócratas y a los intereses plutócratas tal como la
“eficiencia”. Un simple repaso a las
revistas de prensa podría indicar la balanza favorable en el empleo del término
eficiencia como uno de los motores
que deben renovar la agotada maquinaria económica del sistema mientras que la efectividad ha sido relegada a un
segundo plano. Y así, se entiende que la eficiencia
obliga a disponer de “alguien” o de “algo”. Es decir, se tiene que someter a
deseo y obediencia de quien ostenta la eficiencia
a una persona o a una cosa para que proporcione los debidos réditos y
beneficios económicos obtenidos de su explotación. Si embargo, la efectividad se basa en la capacidad propia
para lograr o conseguir algo.
Hace
mucho tiempo que se demostró que la efectividad
era un concepto que había ganado en complejidad. De manera directamente
proporcional al desarrollo cultural y social de la especie humana, la efectividad se fue convirtiendo en
término laberíntico cuyo único fin no podía ser más que perecer ahogado en su
propia dificultad. Así, en muchas de las llamadas sociedades cazadoras –
recolectoras, aquellas consideradas como primitivas, los tiempos de producción
y de ocio se gestionan con una efectividad
sumamente conveniente que permite un aprovechamiento óptimo de las jornadas.
Sin embargo, a medida que la efectividad
fue sustituida por una eficiencia estipulada
por determinados círculos de poder, el tiempo fue convertido en bien
comercializable con el que se podía establecer reglas de oferta y demanda. El
resultado más que obvio fue el incremento abusivo de los tiempos de producción
en detrimento de los de ocio.
Es
por eso, que eficiencia ha de
entenderse como la enajenación de la lógica temporal que debería regir los
destinos humanos en nombre de nuevos conceptos como productividad y beneficio.
Sin embargo, aquellos antepasados nuestros nos enseñan que es posible la
obtención de beneficios más que suficientes para unos niveles de vida
aceptables siempre y cuando la avaricia o la soberbia, el ansia de poder, no
hagan acto de presencia en la
escena. Si es así, entonces la efectividad desaparece bajo la losa inexorable de la eficiencia en su peor versión.
Luis Pérez Armiño
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