viernes, 24 de agosto de 2012

En tiempos olvidados

España, un país a remolque de los dictámenes que se marcan desde Estados Unidos, Alemania, China o Gran Bretaña. Mas no fue siempre así. Hubo un tiempo en el que nunca se ponía el sol y el mundo entero rendía pleitesía a la Corona de Castilla y León. Eran tiempos de gloria. Pero todo lo que nace debe de morir, así está escrito.

Después de siglo y medio sosteniendo la pesada carga que supone la política hegemónica, la España de mediados del siglo XVII era una España agotada, exhausta politica y económicamente. Sin apenas aliento, quedaba a expensas de las potencias emergentes que acechaban esperando el momento oportuno de hacerse con el poder.

En el segundo tercio del siglo XVII, España, ya de por si enferma, va a ser testigo de una serie de circunstancias negativas que van a precipitar definitivamente su caída. Cataluña y Portugal, aprovechando la debilidad, se rebelan contra la Corona. Portugal, que por entonces formaba parte del Imperio español, conseguiría la independencia. Por otro lado, la conexión marítima con américa, crucial para las arcas españolas, estaba demasiado expuesta a los piratas ingleses y holandeses. Pero el mayor problema se encontraba en la frontera norte. Francia estaba preparada para hacerse con el poder hegemónico y emergió con fuerza para doblegar a Europa. A su vez, Inglaterra y Holanda buscaban su protagonismo en el contexto histórico de la época. Todos ellos aprovecharon el palpable agotamiento de Austria y España para conspirar contra los Habsburgo, formando una alianza que pudiera debilitar su poder y en la que participó prácticamente toda Europa. Este conflicto, en honor a su pervivencia, recibió el nombre de la Guerra de los Treinta Años.
 
La Guerra de los Treinta Años podía ser entendida como el desenlace de más de un siglo de disputas religiosas entre protestantes y católicos. La Paz de Augsburgo firmada en 1555 pretendía normalizar la convivencia religiosa, pero lejos de poner solución al conflicto, el odio entre ambas fracciones se fue acrecentando. Al margen de las razones religiosas, la guerra estuvo motivada por cuestiones económicas y territoriales de gran calado, que se explican bien con el más que significativo número de naciones que entraron en el conflicto. Lo que comenzó siendo una guerra religiosa, derivó en una cruzada encabezada por Francia, que además era católica, y Holanda para acabar con el poder de los Austrias.

El estallido de la contienda tuvo su origen en 1618. El detonante que precipitó el conflicto fue la sucesión al trono de Bohemia, que había recaido en el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Fernando II. Ferviente católico, Fernando II atentó contra la libertad religiosa de Bohemia, mayoritariamente protestante. El conflicto se extendió con celeridad por todo el Imperio. España, en virtud de los lazos familiares que le unían a Austria, apoyó económica y militarmente al Emperador. Pero España tenía su propio conflicto religioso. 

Los Paises Bajos, como parte de la herencia de Carlos I, pertenecian a los territorios de la Casa de Austria en España. La subida al poder de Felipe II, de tendencias autoritarias y fanático defensor del catolicismo, supuso el enfrentamiento con Holanda, protestante y deseosa de una mayor autonomía. La cuestión holandesa acabo convirtiéndose en la auténtica pesadilla del monarca español. Su hijo, Felipe III, de espíritu apaciguador, firmó una tregua de doce años con las Provincias Unidas. El tratado tenía validez hasta el año 1621. Llegada la fecha y ante la falta de acuerdo se reanudaron las hostilidades. El conflicto se nutría de poderosas razones económicas y coloniales. Más allá de la intención de incorporar un territorio que se daba por perdido, o de mantener una lucha religiosa inútil, España intentaba evitar por todos los medios la expansión y asentamiento de los holandeses en américa, asia y áfrica.

Las victorias españolas al principio de la contienda, como la rendición de Breda, inmortalizada en el famoso cuadro de Velázquez, eran un espectro de la realidad. España sufría un agotamiento económico y social que empezaba hacerse patente en el resto de Europa. Los viejos tercios de Flandes, hasta el momento, prácticamente invencibles, iban a empezar a encadenar, una tras otra, todas las derrotas que les debía la historia.

En 1621 España era como un león viejo y enfermo que se esforzaba por seguir rugiendo, pero ya no asustaba a unos enemigos que estaban preparados para asestarle el golpe mortal. A pesar de la notable campaña holandesa, su verdugo seria su secular adversario, Francia, que había esperado pacientemente el desgaste español para entrar en el conflicto. Cuando el ministro de Luis XIII, Richelieu, lo creyó oportuno, lanzó sus tropas contra Flandes abriendo un segundo frente en los Países Bajos españoles, era el año de 1635.
 
Los primeros momentos de la contienda parecían ser favorables a España. En el año 1636 se tomaba la plaza de Corbie, provocando el pánico en París. Pero solo fue un espejismo y los peores augurios se iban a ir confirmando. En 1640, un año especialmente difícil para España, Cataluña y Portugal se levantan contra la Corona, facilitando la penetración de Francia por los Pirineos. Ese mismo año se perdía Arras, capital de Artois, provincia meridional de Flandes. En mayo de 1643 los tercios sufrían la dolorosa y determinante batalla de Rocroy, un durísimo golpe para un ejército que no estaba acostumbrado a recibirlos.
 
En el año 1648 se firma la paz de Westfalia, dando por finalizada la Guerra de los Treinta Años. Pero Francia, viendo la situación por la que pasaba su vecino del sur, mantuvo la guerra durante once años más, aprovechándose de la debilidad española para anexionarse territorios. La derrota de las Dunas en 1658, fue demasiado para España. El 7 de noviembre de 1659 se firma la Paz de los Pirineos. En este tratado España cedía a su vecino el Rosellón, la Cerdaña, Artois y algunas plazas flamencas, además de aceptar la presencia francesa en Alsacia. Además de las pérdidas territoriales estaba la pérdida de la hegemonía española en favor de la Francia del Rey Sol. A pesar del tratado, Francia siguió aumentando su territorio a expensas de España, y lo hizo hasta que Luis XIV vio la posibilidad de sentar en el trono español a su nieto, Felipe V. En ese momento la política hacia España varió considerablemente. Pero esa es ya otra historia.
 
Aquella España que controlaba los designios del mundo, se había apagado. Una exultante Francia tomaba su relevo en el poder. No tardaría mucho tiempo en darse cuenta de lo que ello significaba.

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