Existía un muchacho, de humilde cuna, que gustaba
de expresarse a través del pincel. Sus vecinos disfrutaban, cuando
la faena lo permitía, viéndole la soltura con la que manejaba el pincel.
Cariñoso y entrañable, el muchacho se había ganado el afecto de sus vecinos. Fascinados
con la belleza trasmitida por los lienzos, a pesar del esfuerzo que les
suponía, le iban comprando al talentoso muchacho la obra que producía. Con ello,
todos felices, los unos disfrutando de la belleza del arte en sus propios
hogares, el otro librándose de labrar las ingratas tierras y viviendo de aquello
que más le gustaba.
El talento del joven autor se extendía por los
alrededores y teniendo un precio asequible al bolsillo del plebeyo, cada día eran
más los que le encargaban una obra. Ante la multitud de solicitudes, el
joven no daba abasto, llegando a acumular una notable lista de espera. Mas
nuestro protagonista exultaba felicidad, pues nunca hubiese imaginado que su creatividad causara tal impacto.
Estando un día en una de las colinas que circundaban la
ciudad, inmortalizando el paraje que le vio nacer, se le acercó un noble
caballero, que ya había oído hablar de él y que la casualidad quiso que se
encontraran. Poseído por una curiosidad irrefrenable y sin decir palabra, se
sentó a mirar como el joven daba forma a sus pensamientos. El joven, visiblemente
ruborizado, siguió con su cometido, a pesar de que le costó centrarse con tan
ilustre espectador.
Cuando el sol comenzó a esconderse en el horizonte, el
muchacho empezó a recoger el material. Fue entonces cuando el noble señor se dirigió hacia él
y le dijo. – ¿Sabes qué tienes buena mano para la pintura?
-Bueno, hago lo que puedo- contestó el muchacho.
-Pues lo haces muy bien. ¿Te gustaría hacerme un retrato?
-En realidad, tengo muchos encargos por hacer.
-Te pagaría diez veces más que lo que sueles cobrar por
obra- Le espetó el flamante caballero. –Acude mañana al palacio de Sívaliz, a
eso de las diez y hablamos.
-Allá estaré, Señor.
Al día siguiente se puso manos a la obra con el retrato de
su nuevo cliente, descuidando los compromisos adquiridos anteriormente. No
había terminado el retrato y el noble ya le había encargado otro de su mujer.
Cuando terminó el primero de los trabajos, el noble lo enseñó a los amigos, que
entusiasmados, quisieron tener el suyo propio. De esta forma tan absurda,
comenzó la estúpida moda de tener un retrato de nuestro joven pintor. Su obra,
efecto de la rivalidad entre señores, comenzó a revalorizarse increíblemente.
Así, tres meses después de haber conocido al noble, se había convertido en un hombre
acaudalado.
Sin embargo, no encontraba la felicidad en este nuevo
mundo postinero y superficial. Antes pintaba lo que quería, y ahora solo
retrataba rostros embrutecidos de ego y envidia. Había perdido el contacto con
la gente que realmente le quería, pues se trasladó a un barrio pudiente. Notaba
como su creatividad se difuminaba a pasos agigantados y se iba convirtiendo en
un mero copista. Ansiaba, sin duda, recobrar su libertad, pero la riqueza tiene
un poder atenazador del que es difícil escapar.
Después de mucho tiempo, decidió darse un día libre. Aunque
borracho de éxito, no había dejado de ser una persona de nobles sentimientos y
decidió dedicarse a visitar a sus antiguos amigos. Esperaba
que, aun a sabiendas de que no les cumplió los encargos, entendieran su
situación, pues es lícito en el ser humano el intentar prosperar. Sin embargo,
se encontró un ambiente totalmente hostil. Aquellos que antes se deshacían en
elogios y le colmaban de cariños, ahora torcían la cara cuando le veían llegar.
Extrañado por lo que él consideraba como una actitud
desproporcionada, decidió visitar a su antiguo vecino, el anciano de la puerta de al
lado, que siempre le había tenido gran cariño y le consideraba como su
propio hijo. Cuando le abrió la puerta el hombre le puso un rostro áspero y
frio, pero le pudo lo mucho que quería al muchacho y se desmoronó. Le
invitó a pasar, enterraron las divergencias, charlaron, como antaño, de las
cosas de la vida y pasaron una hermosa velada.
Pero el muchacho no había olvidado el asunto principal de
su visita, no queriendo estropear el momento decidió dejarlo para el final.
Cuando éste llegó, preguntó al anciano. –Decidme, pues no llego a
comprender, cual es la razón de tal inquina por parte de aquellos que
consideraba amigos.
-Debes comprender muchacho su postura -dijo el anciano. -Tú
representabas la belleza en ese mundo cruel y despiadado que les lleva a
trabajar de sol a sol para poder mantener a sus familias. Un día desapareciste,
privándoles de aquello que les reconfortaba. Luego se enteraron que trabajabas
para aquellos que les han condenado a esa vida de sufrimiento.
-¿Realmente es para odiarme así?, ¿tal es el mal que he
hecho?-. Replicó el muchacho.
-Hijo, nunca te faltó la comida, pintabas lo que querías,
la gente te estimaba, eras feliz, y lo mejor de todo, hacías felices a muchas
personas. Por lo que me has contado
ahora tienes mucho dinero, pero no dispones de tiempo para disfrutarlo, pintas
lo que te ordenan y no eres más libre que el resto. Dime entonces ¿qué has
ganado con el cambio?
-Reconocimiento, una posición mejor.
-No eres capaz de ver la realidad. No hay mayor reconocimiento
que el esfuerzo que esta gente ha hecho para comprarte un cuadro, para
reconocer que debías explotar esas cualidades artísticas en vez de trabajar en el campo. A
eso yo le llamo reconocimiento. Pero aquellos que en su día te
reconocieron como el gran artista que eres, ahora te ven como un vendido,
alguien que les ha dado de lado. Es más, joven pintor, no hables de
reconocimiento por parte del rico, para ellos solo eres una moda.
-¿No es egoísta, cruel e injusto el juicio que haces? Yo
siempre os he llevado en mi corazón y esa deferencia que tuvieron conmigo no les otorga el derecho a que me crea en deuda con ellos eternamente-. Respondió exaltado el artista.
-Yo solo te doy mi versión, tú eres el que debes valorar
la situación y tomar decisiones.
Ese día, nuestro joven lloró toda la noche, pero eran
lágrimas de despedida, pues nunca más regresó al mundo que le vio nacer y
crecer. Fue un pintor de éxito, pero como vaticinó el viejo, un día dejaron de
comprarle cuadros. Murió solo y pobre.