Hay entre los humanos muchos que son de la consideración
de que creer fervientemente en los sueños, desearlos con pasión, acaban volviéndose realidad. No
alimento estos dogmas, pues por escéptico me tengo, sin embargo, de esto hace
ya muchos años, cuenta una leyenda que hubo un hombre que logró la indulgencia
de los dioses.
Pigmalión era un afamado escultor de la isla de Creta.
Gran Maestro de las artes escultóricas logró dar forma a una hermosa estatua,
tan real a la vista como fría al tacto. Impresionado por su propia obra, el
escultor la observaba continuamente y tanto se fijó en ella que se acabó
enamorando de la inerte figura.
Tan fuerte era el deseo que sentía que llegó a porfiar a
los dioses. –Si es verdad que vuestro
poder no tiene límites, conceded a esta estatua la vida para que pueda hacerla
mi esposa-. Con estas palabras invocó la indulgencia divina.
Apenas hubo terminado de pronunciar sus palabras cuando
le pareció ver movimiento en la estatua. Apoyó sus manos sobre el mármol y sintió
como el frío y duro material se tornaba blando y cálido. Notó como por la
figura corría el torrente sanguíneo, le escuchaba y también le miraba. La
hermosa mujer bajó del pedestal y abrazó a Pigmalión, el hombre más dichoso de
toda la tierra.
Los sueños de Pigmalión se habían transformado en
realidad, creyó en ellos con fuerza y éstos se cumplieron.
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