No existía en la tierra hombre más fuerte y apuesto que
Orión. Diestro cazador, no tardó en llamar la atención de Artemisa, que quedó
impresionada con las excepcionales cualidades del joven. Lo acogió bajo su
protección y le dio lugar en su séquito, otorgándole trabajos dignos de su
virtud.
Joven e impetuoso, Orión despojo la humildad de su cuerpo
y se dejó seducir por la fortuna que le arropaba, creyendo que sería eterna. Su
vanidad llegó a ser más mortífera que sus saetas. Se jactaba sin pudor alguno
de que no había ser en el mundo al que no pudiera dar muerte. Por abrupto que
fuese el terrero o por feroz que resultase la presa, el joven se vanagloriaba
de salir siempre victorioso del enfrentamiento.
No consideró el joven Orión que su prepotencia insultaba
a la Madre Naturaleza, Gea. Su falta de respeto, la soberbia y el menosprecio que
sentía por los seres que habitaban en el mundo de Gea ofendía profundamente a
ésta. La actitud del muchacho fue tomado por la diosa como un desafío a su
poder.
El protegido de Artemisa ajeno al oprobio cometido sobre
Gea, continuaba inflándose de gloria a costa de menoscabar a sus víctimas. Quiso
la Madre Naturaleza darle un castigo ejemplar y a aquel, que presumía de haber
matado los más magnos monstruos que hubiesen habitado la faz de la tierra, le
envió a un pequeño ser. La picadura de un escorpión causó la muerte de
Orión, cumpliéndose la venganza de Gea.
Desconsolada por tan terrible pérdida, Artemisa pidió a
Zeus que la permitiera rendir tributo al muerto y el padre de los olímpicos
accedió. Artemisa depositó los restos en el cielo, entre los astros, dando
lugar a una de las más hermosas y brillantes constelaciones del universo, la que lleva
el nombre del vanidoso joven, Orión.
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