La
ciencia, la propia historia, se escribe muchas veces a golpe de hechos no
intencionados, incluso, a veces, ni siquiera imaginados. Y son muchas veces
estos acontecimientos fortuitos los que pueden convertirse en determinantes.
Son muchas las anécdotas sobre las casualidades que han devenido en algunos de
los hallazgos más importantes de la historia de la ciencia. Y uno de esos
hechos accidentales estuvo protagonizado por una pequeña niña de apenas nueve
años.
Corría
por entonces el año 1875. Cerca de Santillana del Mar, Modesto Cubillas había
perdido de vista a su perro durante una partida de caza. Buscándolo, encontró
la entrada a una gruta. Informó inmediatamente a Marcelino Sanz
de Sautuola, un acaudalado hombre de negocios que residía en la vecina
localidad de Puente de San Miguel. Gran aficionado a la ciencia arqueológica,
sentía especial pasión por la
Prehistoria, ciencia todavía en pañales en aquellos momentos
y sujeta a duros ataques de aquellos que consideraban atroz y enfermizo
cualquier cosa que sonase mínimamente a evolucionismo.
Durante
la excavación de Altamira, María, con la poca edad ya comentada, acompañó a su
padre. Fue entonces cuando surge aquella famosa frase, casi ya hoy famosa de “Papá, mira: bueyes”. Dejemos que la
frase no se desvirtúe por la leyenda y tomemos en consideración las recientes
palabras del actual director del Museo de Altamira, José Antonio Lasheras. En
una entrada publicada el pasado día 26 de marzo en el Blog de este museo, el
director afirmaba que en conversación telefónica Emilio Botín San de Sautuola,
antiguo presidente del Banco de Santander, había afirmado rotundamente que la
frase era ésta y no otras que transformaban mágicamente a los bueyes en toros.
Una
niña, sin saberlo, acababa de hacer uno de los mayores descubrimientos para la
ciencia: el arte paleolítico. Sin embargo, este motivo de alegría pronto se
convirtió en un gran quebradero de cabeza para su padre. Inmediatamente su
descubrimiento fue puesto en duda y rechazado. Los prehistoriadores franceses
lo atribuían a una farsa ideada por los clérigos fundamentalistas españoles
para intentar acabar con las modernas teorías evolucionistas. Por otra parte,
no podían aceptar que España pudiese disfrutar de semejante tesoro.
Los
franceses
sólo aceptaron la evidencia cuando se descubrieron otras estaciones con arte
paleolítico en su país. En ese momento, debieron aceptar los hechos y reconocer
su error ante Sanz de Sautuola. Cartailhac, a la cabeza de los incrédulos
prehistoriadores franceses, se vio obligado a publicar un artículo en 1902 que
bajo el título La cueva de Altamira. Mea
culpa de un escéptico, reconocía el error en que habían incurrido. Hecho
simbólico, ya que Marcelino Sanz de Sautuola había muerto en 1880. De nuevo, su
hija María jugó un papel fundamental, al recibir el reconocimiento científico
internacional de la autenticidad del arte paleolítico.
Luis
Pérez Armiño